lunes, 28 de enero de 2008

Carta al Señor Secretario de la Academia Española

La Libertad, 5 de enero de 1876

Al señor secretario de la Academia Española:
Ayer he tenido la honra de recibir, por conducto del señor cónsul de España residente en esta ciudad, una carta de V. S. fecha en Madrid a 30 de diciembre de 1873, acompañándome el diploma de miembro correspondiente de la Academia Española, y un ejemplar de los Estatutos y Reglamento de este ilustre cuerpo literario. Y, como al final de la muy estimada de V. S. me previene darle aviso del recibo de esos documentos, me apresuro a satisfacer los deseos da V. S. suplicándole al mismo tiempo manifestar mi más profunda gratitud, a los señores miembros de la Academia, y muy particularmente a los caballeros Segovia, Hartzenbusch y Puente Apezechea, por el favor con que han querido distinguirme considerándome capaz de contribuir a los fines de esa afamada corporación. Según el artículo primero de sus estatutos, el instituto de la Academia es cultivar y fijar la pureza y elegancia de la lengua castellana. Este propósito pasa a ser un deber para cada una de las personas que aceptando el diploma de la Academia, gozan de las prerrogativas de miembros de ella y participan de sus tareas en cualesquiera de las categorías en que se subdividen según su reglamento. En presencia de una obligación que espontáneamente se impone un hombre honrado, debe, ante todo, medir sus fuerzas, y hecho de mi parte este examen con escrupulosidad, debo declarar a V. S. que no me considero capaz de dar cumplimiento a cometido alguno de los que impone a sus miembros el citado artículo primero de los Estatutos Académicos, por las razones que someramente paso a indicar, suplicando a V. S. las reciba como expresión sincera y leal de quien no quisiera aparecer desagradecido a las distinciones y beneficios que se le hacen, mucho más cuando provienen de una corporación a la cual todo hombre culto que habla lengua castellana, tributa el respeto que se merece.

Aquí, en esta parte de América, poblada primitivamente por españoles, todos sus habitantes, nacionales, cultivamos la lengua heredada, pues en ella nos expresarnos, y de ella nos valemos para comunicarnos nuestras ideas y sentimientos; pero no podemos aspirar a fijar su pureza y elegancia, por razones que nacen del estado social que nos ha deparado la emancipación política de la antigua metrópoli.

Desde principios de este siglo, la forma de gobierno que nos hemos dado, abrió de par en par las puertas del país a las influencias de la Europa entera, y desde entonces, las lenguas extranjeras, las ideas y costumbres que ellas representan y traen consigo, han tomado carta de ciudadanía entre nosotros. Las reacciones suelen ser injustas, y no sé si en Buenos Aires lo hemos sido, adoptando para el cultivo de las ciencias y para satisfacer el anhelo por ilustrarse que distingue a sus hijos, los libros y modelos ingleses y franceses, particularmente estos últimos.

El resultado de este comercio se presume fácilmente. Ha mezclado, puede decirse, las lenguas, como ha mezclado las razas. Los ojos azules, las mejillas blancas y rosadas, el cabello rubio, propios de las cabezas del norte de Europa, se observan confundidos en nuestra población con los ojos negros, el cabello de ébano y la tez morena de los descendientes de la parte meridional de España. Estas diferencias de constitución física, lejos de alterar la unidad del sentimiento patrio, parece que, por leyes generosas de la naturaleza que a las orillas del Plata se cumplen, estrechan más y más los vínculos de la fraternidad humana, y dan por resultado una raza privilegiada por la sangre y la inteligencia, según demuestra la experiencia a los observadores despreocupados.

Este fenómeno, no estudiado todavía como merece, y que, según mis alcances, llegará a ser uno de los datos con que grandes problemas sociales han de resolverse, se manifiesta igualmente, a su manera, con respecto a los idiomas.

En las calles de Buenos Aires resuenan los acentos de todos los dialectos italianos, a par del catalán que fue el habla de los trovadores, del gallego en que el Rey Sabio compuso sus cántigas, del francés del norte y mediodía, del galense, del inglés de todos los condados, etc., y estos diferentes sonidos y modos de expresión cosmopolitizan nuestro oído y nos inhabilitan para intentar siquiera la inamovilidad de la lengua nacional en que se escriben nuestros numerosos periódicos, se dictan y discuten nuestras leyes, y es vehículo para comunicamos unos con otros los porteños.

Esto, en cuanto al idioma usual, común, el de la generalidad. Por lo que respecta al hablado y escrito por las personas que cultivan con esmero la inteligencia y tratan de elaborar la expresión con mejores instrumentos que el vulgo, cuyo uso por otra parte es ley suprema del lenguaje, debo confesar que son cortas en número, y aunque de mucha influencia en esta sociedad, tampoco tienen títulos para purificar la lengua hablada en el siglo de oro de las letras peninsulares, de que la Academia es centinela desvelado. Los hombres que entre nosotros siguen carreras liberales, pertenezcan a la política o a las ciencias aplicadas, no pueden por su modo de ser, escalar los siglos en busca de modelos y de giros castizos en los escritores ascéticos y publicistas teólogos de una monarquía sin contrapeso. Hombres prácticos y de su tiempo, antes que nada, no leen sino libros que enseñan lo que actualmente se necesita saber, y no enseñan las páginas de la tierna Santa Teresa ni de su amoroso compañero San Juan de la Cruz , ni libro alguno de los autores que forman el concilio infalible en materia de lenguaje castizo.

Yo frecuento con intimidad a cuantos en esta mi ciudad natal escriben, piensan y estudian, y puedo asegurar a V. S. que sus bibliotecas rebosan en libros franceses, ingleses, italianos, alemanes, y es natural que adquiriendo ideas por el intermedio de idiomas que ninguno de ellos es el materno, por mucho cariño que a éste tengan, le ofendan con frecuencia, sin dejar por eso de ser entendidos y estimados, ya aleguen en el foro, profesen en las aulas o escriban para el público. Hablarles a estos hombres de pureza y elegancia de la lengua, les tomaría tan de nuevo, como les causaría sorpresa recibir una visita vestida con la capa y el sombrero perseguidos por el ministro Esquilache.

Por muy independiente que me crea, incapaz de ceder a otras opiniones que a las mías propias, confieso a V. S. que no estoy tan desprendido de la sociedad en que vivo, que me atreva, en vista de lo que acabo de exponer, a hacer ante ella el papel de vestal del fuego que arde emblemático bajo el crisol de la ilustre Academia.

El espíritu cosmopolita, universal, de que he hablado, no tiene excepciones entre nosotros. Son bien venidos al Río de la Plata los hombres y los libros de España, y está en nuestro inmediato interés ver alzarse el nivel intelectual y social en la patria de nuestros mayores; pues nada tan plácido y sabroso para el espíritu como nutrirse por medio de la lengua en que la humana razón comienza a manifestarse en el regazo de las madres. Es penoso el oficio de disipar diariamente esa especie de nube que oscurece la página que se lee escrita con frase extranjera, y a este oficio estamos condenados los americanos, so pena de fiarnos a las traducciones, no siempre fieles, que nos suministra la imprenta europea.

Podría decirme V. S. que todo cuanto con franqueza acabo de expresarle, prueba la urgencia que hay en levantar un dique a las invasiones extranjeras en los dominios de nuestra habla. Pero en ese caso yo replicaría a V. S. con algunas interrogaciones: —¿Estará en nuestro interés crear obstáculos a una avenida que pone tal vez en peligro la gramática, pero puede ser fecunda para el pensamiento libre? ¿Mueven a los americanos las mismas pasiones que el patriota y castizo autor del ardoroso panfleto —“Centinela contra franceses”— impreso al comenzar el siglo, cuando la ambición napoleónica exaltaba el estro de Quintana a y el valor del pueblo ibero, contra la usurpación extranjera? ¿Qué interés verdaderamente serio podemos tener los americanos en fijar, en inmovilizar, al agente de nuestras ideas, al cooperador en nuestro discurso y raciocinio? ¿Qué puede llevarnos a hacer esfuerzos por que al lenguaje que se cultiva a las márgenes del Manzanares, se amolde y esclavice el que se transforma, como cosa humana que es, a las orillas de nuestro mar de aguas dulces? ¿Quién podrá constituirnos en guardianes celosos de una pureza que tiene por enemigos a los mismos peninsulares que se avecinan en esta Provincia?
Llegan aquí, con frecuencia, hijos de la España con intento de dedicarse a la enseñanza primaria, y con facilidad se acomodan como maestros de escuela, en mérito de diplomas que presentan autorizados por los institutos normales de su país. Conozco a la mayor parte de ellos, y aseguro a V. S. con verdad, salvando honrosas excepciones, que cuando se han acercado a mí, como a director del ramo, he dudado al oírlos que fuesen realmente españoles, tal era de exótica su locución, tales los provincialismos en que incurrían y el dejo antiestético de la pronunciación, a pesar de la competencia que mostraban en prosodia y ortología teóricas. Con semejante cuesta que subir, sería tarea de Sísifo mantener en pureza la lengua española.

A mi ignorancia no aqueja el temor de que por el camino que llevamos, lleguemos a reducir esa lengua a una jerga indigna de países civilizados. El idioma tiene íntima relación con las ideas, y no puede abastardarse, en país alguno donde la inteligencia está en actividad y no halla rémoras el progreso. Se transformará, sí, y en esto no hará más que ceder a la corriente formada por la sucesión de los años, que son revolucionarios irresistibles. El pensamiento se abre por su propia fuerza el cauce por donde ha de correr, y esta fuerza es la salvaguardia verdadera y única de las lenguas, las cuales no se ductilizan y perfeccionan por obra de gramáticos, sino por obra de los pensadores que de ellas se sirven. La prueba la dan manifiesta aquellos idiomas desapacibles para oídos latinos, idiomas pobres y mendigos de voces ajenas, que sin embargo, sirven desde siglo atrás a las ciencias y a la literatura de modo a dar envidia a los mismos que se envanecen y deleitan con la atonía de algunas de las lenguas oriundas de la romana.

Siento no poder dar forma técnica a estas generalidades. Pero la vulgaridad de la forma no impedirá a la sagacidad de V. S. penetrar en el fondo de mis palabras, y la Academia que tan ilustrada curiosidad manifiesta por conocer el estado en que se encuentra en América la materia de sus estudios, podrá tal vez sacar algún partido de la franqueza con que hablo a V. S. poniéndole de manifiesto los inconvenientes que encuentro en conciencia, para aceptar el diploma con que se me ha favorecido.

Permítame V. S. darle honradamente, otras razones para justificar la devolución del valioso diploma.

Creo, señor, peligroso para un sudamericano la aceptación de un título dispensado por la Academia Española. Su aceptación liga y ata con el vínculo poderoso de la gratitud, e impone a la urbanidad, si no entero sometimiento a las opiniones reinantes en aquel cuerpo, que como compuesto de hombres profesa creencias religiosas y políticas que afectan a la comunidad, al menos un disimulo discreto y tolerante por esas opiniones; y yo no estoy seguro de poder amañar mis inclinaciones a las de la Academia, según puedo juzgar por antecedentes que me son conocidos y por algunos artículos de su Reglamento.

Descubro ya, un espíritu que no es el mío en los distinguidos sudamericanos, especialmente de la antigua Colombia, que han aceptado el encargo de fundar Academias correspondientes con la de Madrid. Algunos de ellos me honran e instruyen con su correspondencia, y a los más conozco por sus escritos impresos. Adviértoles a todos caminar en rumbo extraviado y retrospectivo, con respecto al que debieran seguir, en mi concepto, para que el mundo nuevo se salve, si es posible, de los males crónicos que aflijen al antiguo.

La mayor parte de esos americanos, se manifiestan afiliados, más o menos a sabiendas, a los partidos conservadores de la Europa, doblando la cabeza al despotismo de los flamantes dogmas de la Iglesia romana, y entumeciéndose con el frío cadavérico del pasado, incurriendo en un doble ultramontanismo, religioso y social.

No puedo convenir, por ejemplo, en que el lenguaje humano sea otra cosa que lo que la filología y la historia enseñan sobre su formación. No puedo estar de acuerdo a este respecto, con el autor de un “Diccionario de la lengua castellana... Enciclopedia de los conocimientos útiles”, etc., que actualmente se publica en Madrid y en Buenos Aires, por entregas, bajo la dirección de D. Nicolás María Serrano. Según este caballero en la primera página de su obra, bella bajo el aspecto tipográfico y por los grabados que la acompañan, Dios nos ha dotado de la facultad preciosa del lenguaje para que le bendigamos, glorifiquemos en la tierra a fin de obtener el bien absoluto después de nuestra peregrinación en este valle de lágrimas. . ., etc.

Reducirnos a orar a Dios con la palabra y no con el pensamiento tácito, por los labios y no con la conciencia, es dar pábulo a prácticas idolátricas y caer en el materialismo del rezo de los devotos; es conducimos a imitar como lo más perfecto las prácticas ascéticas del claustro, donde se pasa la vida cantando salmos y rezando el oficio divino.

No creo que éste pueda ser el destino del hombre en esta vida. Si tal fuera, no le quedaría tiempo para estudiar la naturaleza y para encontrar en sus leyes el motivo de la adoración que la criatura racional pueda rendir al creador invisible y desconocido de tanta maravilla como la rodea.
Pongo en manos del señor cónsul de España, caballero D. Salvador Espina, el diploma de socio correspondiente que devuelvo respetuosamente suplicándole dé dirección segura a estos renglones. Al mismo tiempo tengo verdadera complacencia en manifestar mi más profundo agradecimiento a la Academia de que es y. S. intérprete, pidiéndole que con la tolerancia propia de un sabio se digne disimular los errores de que puedan adolecer los juicios que con franqueza me he atrevido a emitir.

De V. S. atento S. Servidor.

Juan María Gutiérrez

Ilmo. Sr. D. Aureliano Fernández-Guerra y Orbe, secretario accidental de la Academia Española.

Buenos Aires, diciembre 30 de 1875.


Publicado originalmente en Cartas de un porteño: Polémica en torno al idioma y a la Real Academia Española sostenida con Juan Martínez Villergas. Prólogo y notas de Ernesto Morales, Buenos Aires, Americana, 1942. Publicado en La literatura de Mayo y otras páginas críticas, Buenos Aires, Centro editor de América Latina, 1979.


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