Por Luis Gusmán
La firma tiene una historia jurídica, ornamental, eclesiástica, diplomática, comercial y de identidad. A la vez, estos tópicos van construyendo una especie de recorrido paralelo al cual nos conduce la historia de las falsificaciones y en ese trayecto pueden entrecruzarse cualquiera de los registros mencionados. La firma es lo más propio y singular de un hombre. La lengua lo recoge en la expresión: "póngale la firma", como un rasgo de autentificación de la palabra dada que tiene el valor de un juramento.
La firma tiene una historia jurídica, ornamental, eclesiástica, diplomática, comercial y de identidad. A la vez, estos tópicos van construyendo una especie de recorrido paralelo al cual nos conduce la historia de las falsificaciones y en ese trayecto pueden entrecruzarse cualquiera de los registros mencionados. La firma es lo más propio y singular de un hombre. La lengua lo recoge en la expresión: "póngale la firma", como un rasgo de autentificación de la palabra dada que tiene el valor de un juramento.
Ya en 1917 Ludwig Klages escribió un libro: Escritura y carácter donde hablaba de la presión gráfica de la escritura. Firme o temblorosa, la firma tiene su ciencia llamada grafología que, apelando al estudio material de la letra, se vuelve más específica en la psicografía que pretende descifrar o aventurar no sólo el rasgo de carácter sino el destino de una persona bajo ese género "científico" y predictivo llamado test. La firma con su soporte en la letra funciona como espejo del alma o rasgo de personalidad. A partir de lo cual toda una psicología pretende descubrir en los ritmos y en las sacudidas de la psicomotricidad lo que se va a calificar y clasificar como del orden de una anomalía patológica.
Aunque la materialidad de la letra acompaña a la de la firma hay un tercer elemento indisoluble de ellas: el nombre propio, según el excelente recorrido del libro de la investigadora francesa Béatrice Fraenkel: La firma. Génesis de un signo. Este libro sigue los tropismos institucionales que van acompañando los diversos momentos históricos en los cuales estos tres elementos de la firma se anudan o se separan. La autora parte de una lectura que establece una gran división de aguas sobre dos tipos de signos: las escrituras pre-alfabéticas y las escrituras posalfabéticas. La firma manuscrita y la firma impresa. Los avances tecnológicos desde la invención del sello a la fotocopia.
En el carácter ornamental de la firma existe este anudamiento entre letra y nombre propio. La firma, además de ser un signo de autentificación, adquiere un valor suplementario de exhibición; realiza un pasaje desde su propia materialidad al objeto que funciona como soporte de su sustitución. En la historia de la diplomacia se pueden verificar los tres registros mencionados, y junto al sello, podemos situar al monograma que es una puesta en escena de algo del orden del emblema Soberano, lo que Fraenkel llama "un arte de la caligrafía y la criptografía". La firma comienza a estamparse en un circuito entre la reliquia y el fetiche. Costumbre que permanece hasta nuestros días en los monogramas grabados en las pulseras de identificación, los gemelos para camisas o los anillos de boda.
Sin embargo, lo ornamental de la firma no depende solamente de lo icónico ya que lo criptográfico hace entrar en escena al jeroglífico, manifestación escrita donde el criptograma tiene la doble función de enigma y de exhibición; ya sea para mostrar u ocultar, ambos se entremezclan en la materialidad de la firma. Se trata de descifrar la letra para otorgar una identidad del nombre propio, a veces enmascarada en la imagen del dibujo.
Beatrice Fraenkel agrega que la historia de la firma es también una historia del ojo. La firma como valor icónico se apoya en la tradición medieval que toma como fuente autorizada a Isidoro de Sevilla y a sus etimologías: "la letra es algo para los ojos, no para las orejas".
Aunque la materialidad de la letra acompaña a la de la firma hay un tercer elemento indisoluble de ellas: el nombre propio, según el excelente recorrido del libro de la investigadora francesa Béatrice Fraenkel: La firma. Génesis de un signo. Este libro sigue los tropismos institucionales que van acompañando los diversos momentos históricos en los cuales estos tres elementos de la firma se anudan o se separan. La autora parte de una lectura que establece una gran división de aguas sobre dos tipos de signos: las escrituras pre-alfabéticas y las escrituras posalfabéticas. La firma manuscrita y la firma impresa. Los avances tecnológicos desde la invención del sello a la fotocopia.
En el carácter ornamental de la firma existe este anudamiento entre letra y nombre propio. La firma, además de ser un signo de autentificación, adquiere un valor suplementario de exhibición; realiza un pasaje desde su propia materialidad al objeto que funciona como soporte de su sustitución. En la historia de la diplomacia se pueden verificar los tres registros mencionados, y junto al sello, podemos situar al monograma que es una puesta en escena de algo del orden del emblema Soberano, lo que Fraenkel llama "un arte de la caligrafía y la criptografía". La firma comienza a estamparse en un circuito entre la reliquia y el fetiche. Costumbre que permanece hasta nuestros días en los monogramas grabados en las pulseras de identificación, los gemelos para camisas o los anillos de boda.
Sin embargo, lo ornamental de la firma no depende solamente de lo icónico ya que lo criptográfico hace entrar en escena al jeroglífico, manifestación escrita donde el criptograma tiene la doble función de enigma y de exhibición; ya sea para mostrar u ocultar, ambos se entremezclan en la materialidad de la firma. Se trata de descifrar la letra para otorgar una identidad del nombre propio, a veces enmascarada en la imagen del dibujo.
Beatrice Fraenkel agrega que la historia de la firma es también una historia del ojo. La firma como valor icónico se apoya en la tradición medieval que toma como fuente autorizada a Isidoro de Sevilla y a sus etimologías: "la letra es algo para los ojos, no para las orejas".
El nombre propio
Respecto al nombre propio del firmante hay una "arqueología de la firma" que remite a tres instituciones: los escribas, Dios, y el rey. En las tres instancias hay una relación directa entre firmante, escritura, y objeto.
Los oficiales de la pluma, los escribas, provienen de una doble tradición: la romana y la eclesiástica. Es el caso de la relación material entre los cancilleres y los escribas, los primeros con el objetivo de validar sus actos tenían que utilizar el mismo material e instrumento que los que utilizaban los escribas: una pluma, la tinta, la superficie sobre la que escribirían. En la historia de la civilización, Fraenkel divide los dos momentos del escriba: por un lado era un oficio prestigioso, en el caso de los escribas ilustrados casi faraónico, ya que lindaba a menudo con la obra de arte; por otro lado, estaba la escritura manual en la cual el copista provenía de las clases inferiores.
La relación entre la firma y un objeto como portador de ésta- el sello- deja de lado su valor escrito y le confiere un valor como imagen. De esta manera surgen los anillos de sellos, públicos y privados, o el Gran Sello Real, que se va a relacionar posteriormente con toda una heráldica que incluye desde los escudos de armas hasta los emblemas.
Tanto el sello como la firma tienen una función de validación y de sustitución en el campo diplomático en el que ambos reemplazan –previa notación, "por mano del rey" o "de su mano"– a la firma Real. El cuerpo del rey es inseparable de su firma hasta tal punto que los sellos matrices que se imprimían validando su firma eran destruidos al momento de su muerte.
Cuando se trata de los documentos eclesiásticos o de los títulos nobiliarios, el nombre de Dios aparece otorgando una validación absoluta de la autoridad divina. Con el cristianismo, hay un desplazamiento del nombre propio a la inicial o el monograma. Es el Khrismon o Labarum –el monograma de Jesucristo formado por dos letras griegas X y P, iniciales del nombre de Jesús–, "el signo más corriente empleado en las cartas como marca del orden simbólico".
La firma como inicial tiene cierto lugar reservado para el enigma. En la inicial se pretende esconder una identidad. La letra es casi inseparable de la firma y del nombre propio. Esta máxima se confirma en la cita de Isidoro de Sevilla, quien siguiendo el Khrismon y la tradición que se apoya en la vertiente visual de la letra asimila la imagen de la X de las letras de Cristo a la forma inclinada de la cruz.
Los oficiales de la pluma, los escribas, provienen de una doble tradición: la romana y la eclesiástica. Es el caso de la relación material entre los cancilleres y los escribas, los primeros con el objetivo de validar sus actos tenían que utilizar el mismo material e instrumento que los que utilizaban los escribas: una pluma, la tinta, la superficie sobre la que escribirían. En la historia de la civilización, Fraenkel divide los dos momentos del escriba: por un lado era un oficio prestigioso, en el caso de los escribas ilustrados casi faraónico, ya que lindaba a menudo con la obra de arte; por otro lado, estaba la escritura manual en la cual el copista provenía de las clases inferiores.
La relación entre la firma y un objeto como portador de ésta- el sello- deja de lado su valor escrito y le confiere un valor como imagen. De esta manera surgen los anillos de sellos, públicos y privados, o el Gran Sello Real, que se va a relacionar posteriormente con toda una heráldica que incluye desde los escudos de armas hasta los emblemas.
Tanto el sello como la firma tienen una función de validación y de sustitución en el campo diplomático en el que ambos reemplazan –previa notación, "por mano del rey" o "de su mano"– a la firma Real. El cuerpo del rey es inseparable de su firma hasta tal punto que los sellos matrices que se imprimían validando su firma eran destruidos al momento de su muerte.
Cuando se trata de los documentos eclesiásticos o de los títulos nobiliarios, el nombre de Dios aparece otorgando una validación absoluta de la autoridad divina. Con el cristianismo, hay un desplazamiento del nombre propio a la inicial o el monograma. Es el Khrismon o Labarum –el monograma de Jesucristo formado por dos letras griegas X y P, iniciales del nombre de Jesús–, "el signo más corriente empleado en las cartas como marca del orden simbólico".
La firma como inicial tiene cierto lugar reservado para el enigma. En la inicial se pretende esconder una identidad. La letra es casi inseparable de la firma y del nombre propio. Esta máxima se confirma en la cita de Isidoro de Sevilla, quien siguiendo el Khrismon y la tradición que se apoya en la vertiente visual de la letra asimila la imagen de la X de las letras de Cristo a la forma inclinada de la cruz.
Señas de identidad
El reconocimiento de la identidad forma parte de nuestra cotidianidad. J. Derrida afirma que para funcionar la firma tiene que tener una "forma repetible, iterativa, imitable". Podría reconocerse en nuestros documentos, pasaportes, cédulas de identidad, tarjetas de crédito o en signos como la foto, la firma, el nombre propio, la edad, el domicilio.
Algunas personas firman toda la vida igual y otros cambian de firma según distintas circunstancias, a veces intencionalmente o no. Una firma adulta puede volver al garabato, conservando así un rasgo de nuestra infancia. Hay un impulso en el niño que le lleva a preguntarse ¿Cómo se firma? ¿Ésta es mi firma? Me refiero a la firma manuscrita. Incluso en los casos de analfabetismo en los que la huella digital va a suplir esa vacío, se revela la circunstancia de la firma como una impresión indeleble. Un acto cotidiano, a veces automático, pero donde el sujeto conserva o defiende un territorio absolutamente propio y singular.
El hombre se toma su tiempo para poder firmar y no sólo por desconfianza sino que le gusta dibujar su nombre y apellido. Hay algo ornamental que excede la singularidad y que da un placer íntimo y al mismo tiempo público. Hasta al condenado a muerte se le exige una última firma. Jurídicamente una firma sin el acto de validación, o sea de autentificación, se puede convertir en letra muerta.
Existen registros más espurios donde, sin embargo, la firma no carece de valor. La firma tiene su impronta en esta tierra y en el más allá; ya que los médium psicógrafos pueden detectar si la letra corresponde al espíritu que los ha convocado o en su defecto, a uno falso. Es posible que hoy ya no sea usual escribir cartas de amor manuscritas, en ese caso la firma conserva algo del pulso, del fluir, del latido del corazón, de las sensaciones del espíritu que parece difícil de sustituir en esa conjunción bárbara entre la firma, el cuerpo y el afecto.
Hay una circulación donde la firma adquiere un valor y el nombre propio del firmante subvierte el valor monetario. Es famosa la anécdota de Dalí, que solía cenar en el restaurante Maxim's de París, que pagaba con cheques que nunca eran depositados; así los dueños del local conservaban en especie la firma del artista, que tenía seguramente mayor valor que el importe del cheque.
Quisiera mencionar una historia paralela, tal como lo muestra la película de Orson Welles, Face, en la cual una pintura firmada por un falsificador de cuadros puede valer tanto como un original.
En la literatura moderna hay ejemplos de autores que han omitido la firma en sus artículos. Es el caso explícito de la revista Scilicet, donde se practicó una política de descentralización de la lectura al romper el pacto habitual entre autor y texto, al omitir el vínculo que implicaba la firma. Entre nosotros, en los años setenta, la revista Literal dispuso de una política semejante, ya que en dicha publicación los textos teóricos iban sin firma.
Con el surgimiento del mercado del autógrafo, la firma como fetiche ha reemplazado a la reliquia, ya que el sentimiento sagrado hacia el objeto puede ser similar. Los miles de ejemplares firmados por Borges, con letra minúscula –como hormiguitas azules y desvaídas– casi infantil, hicieron que el propio escritor ironizara sobre el hecho de que había firmado tal cantidad de ejemplares que –invirtiendo el signo– con el tiempo iban a valer más aquellos libros que no estuvieran autografiados.
Cuando el autógrafo surge en la cultura se impone como reliquia y tiene un valor de legitimidad tanto para quien lo otorga como para quien lo recibe; a partir de lo cual se crea un mercado de autógrafos. Este nuevo género recibe una fuerte crítica moral. El libro de Adolphe Mathurin De Lescure, Los autógrafos y el gusto de los autógrafos en Francia y en el extranjero, publicado en 1865, testimonia esa posición en estos términos: "La voluptuosidad del autógrafo, como la del opio o la del haschich, es del género narcótico".
Resumiendo su planteo, Beatrice Fraenkel concluye diciendo que la firma se inscribe en dos vertientes que provienen de la Edad Media: como signo de validación y como desciframiento en tanto privilegia el enigma de la identidad. Es posible que aquel lugar del desciframiento haya sido desplazado a la firma como categoría exclusiva de seña de identidad.
Mediante la utilización de los procedimientos disponibles, dactiloscopia o peritos calígrafos, el enigma ha sido resuelto en función de averiguar una identidad pero con el simbolismo de la escritura y con los análisis de los rasgos pertinentes que se revelan en una letra, la firma ha perdido su valor suplementario ornamental y de desciframiento enigmático para transformarse en un signo que oculta una personalidad. Es decir, la firma se ha reducido a un testimonio psicológico.
Ante el vértigo tecnológico de la firma impresa, la morosidad de la firma manuscrita surge como uno de los últimos refugios de los derechos del hombre ante su singularidad amenazada.
Algunas personas firman toda la vida igual y otros cambian de firma según distintas circunstancias, a veces intencionalmente o no. Una firma adulta puede volver al garabato, conservando así un rasgo de nuestra infancia. Hay un impulso en el niño que le lleva a preguntarse ¿Cómo se firma? ¿Ésta es mi firma? Me refiero a la firma manuscrita. Incluso en los casos de analfabetismo en los que la huella digital va a suplir esa vacío, se revela la circunstancia de la firma como una impresión indeleble. Un acto cotidiano, a veces automático, pero donde el sujeto conserva o defiende un territorio absolutamente propio y singular.
El hombre se toma su tiempo para poder firmar y no sólo por desconfianza sino que le gusta dibujar su nombre y apellido. Hay algo ornamental que excede la singularidad y que da un placer íntimo y al mismo tiempo público. Hasta al condenado a muerte se le exige una última firma. Jurídicamente una firma sin el acto de validación, o sea de autentificación, se puede convertir en letra muerta.
Existen registros más espurios donde, sin embargo, la firma no carece de valor. La firma tiene su impronta en esta tierra y en el más allá; ya que los médium psicógrafos pueden detectar si la letra corresponde al espíritu que los ha convocado o en su defecto, a uno falso. Es posible que hoy ya no sea usual escribir cartas de amor manuscritas, en ese caso la firma conserva algo del pulso, del fluir, del latido del corazón, de las sensaciones del espíritu que parece difícil de sustituir en esa conjunción bárbara entre la firma, el cuerpo y el afecto.
Hay una circulación donde la firma adquiere un valor y el nombre propio del firmante subvierte el valor monetario. Es famosa la anécdota de Dalí, que solía cenar en el restaurante Maxim's de París, que pagaba con cheques que nunca eran depositados; así los dueños del local conservaban en especie la firma del artista, que tenía seguramente mayor valor que el importe del cheque.
Quisiera mencionar una historia paralela, tal como lo muestra la película de Orson Welles, Face, en la cual una pintura firmada por un falsificador de cuadros puede valer tanto como un original.
En la literatura moderna hay ejemplos de autores que han omitido la firma en sus artículos. Es el caso explícito de la revista Scilicet, donde se practicó una política de descentralización de la lectura al romper el pacto habitual entre autor y texto, al omitir el vínculo que implicaba la firma. Entre nosotros, en los años setenta, la revista Literal dispuso de una política semejante, ya que en dicha publicación los textos teóricos iban sin firma.
Con el surgimiento del mercado del autógrafo, la firma como fetiche ha reemplazado a la reliquia, ya que el sentimiento sagrado hacia el objeto puede ser similar. Los miles de ejemplares firmados por Borges, con letra minúscula –como hormiguitas azules y desvaídas– casi infantil, hicieron que el propio escritor ironizara sobre el hecho de que había firmado tal cantidad de ejemplares que –invirtiendo el signo– con el tiempo iban a valer más aquellos libros que no estuvieran autografiados.
Cuando el autógrafo surge en la cultura se impone como reliquia y tiene un valor de legitimidad tanto para quien lo otorga como para quien lo recibe; a partir de lo cual se crea un mercado de autógrafos. Este nuevo género recibe una fuerte crítica moral. El libro de Adolphe Mathurin De Lescure, Los autógrafos y el gusto de los autógrafos en Francia y en el extranjero, publicado en 1865, testimonia esa posición en estos términos: "La voluptuosidad del autógrafo, como la del opio o la del haschich, es del género narcótico".
Resumiendo su planteo, Beatrice Fraenkel concluye diciendo que la firma se inscribe en dos vertientes que provienen de la Edad Media: como signo de validación y como desciframiento en tanto privilegia el enigma de la identidad. Es posible que aquel lugar del desciframiento haya sido desplazado a la firma como categoría exclusiva de seña de identidad.
Mediante la utilización de los procedimientos disponibles, dactiloscopia o peritos calígrafos, el enigma ha sido resuelto en función de averiguar una identidad pero con el simbolismo de la escritura y con los análisis de los rasgos pertinentes que se revelan en una letra, la firma ha perdido su valor suplementario ornamental y de desciframiento enigmático para transformarse en un signo que oculta una personalidad. Es decir, la firma se ha reducido a un testimonio psicológico.
Ante el vértigo tecnológico de la firma impresa, la morosidad de la firma manuscrita surge como uno de los últimos refugios de los derechos del hombre ante su singularidad amenazada.
Publicado en Revista Ñ, del diario Clarín, el 24 de mayo de 2008
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