Angélica Gorodischer
Editorial Edhasa
El imperio de los sentidos
Por María Eugenia Villalonga
A principios del siglo XIX, un enviado de la Corona inglesa, Albert-George Ruthelmeyer, llega a una ciudad distante y exótica de Oriente con el fin de estrechar relaciones comerciales entre los dos países y, en un futuro, instalarse con su esposa inglesa en aquel lugar. Lo primero que advierte es que el sentido del tiempo de sus habitantes difiere del propio, al punto que los meses transcurren sin que pueda llevar a cabo su objetivo. Más tarde descubrirá que los vínculos sociales, perfectamente pautados, se basan en una concepción de la amistad masculina que incluye el compartir, entre otros bienes preciados, las esposas.
Lenta y suavemente, al ritmo del país anfitrión, el funcionario inglés va despojándose de las convenciones británicas y sumergiéndose en una cultura fundamentada en el placer sensual, en un continuo intercambio de cuerpos que se le impone como lo más cercano a la felicidad. La autora imagina para este paraíso una ciudad sobre el desierto, cuyas casas están construidas íntegramente por paredes de seda, habitadas por dóciles esclavas al servicio del placer femenino y que sólo se iluminan cuando su dueño consigue llevar a su esposa a vivir allí. Todo el peso del sensualismo oriental como tópico de la literatura erótica occidental está funcionando en este relato.
Pensada dentro de la lógica de la novela epistolar, donde un narrador ubicado en el espacio del puro exotismo le envía cartas a un destinatario en la metrópolis, en un intento por explicar, metáforas mediante, la otredad, termina demostrando cuánto de convencional y rígido puede habitar, también, en aquel espacio. Las mil y una escenas eróticas que se suceden no son más que la repetición de una única escena que de tan ritualizada termina perdiendo la densidad y la dimensión trágica que constituyen, según George Bataille, el erotismo y que él definió como la experiencia de la disolución, de la pérdida de la identidad, del encuentro con la muerte.
Albert-Geoge Ruthelmeyer termina firmando sus cartas como “Albgeor”, cooptado por este otro mundo que en definitiva resulta plano, sin contradicciones, de una felicidad por momentos naïf. Quizá sea éste el punto débil de la última novela de una gran inventora de mundos posibles y de paraísos en los que las mujeres tienen siempre un lugar de privilegio.
Publicado en el diario Perfil, suplemento de cultura, el 12 de agosto de 2007
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