En las últimas décadas asistimos a la revalorización de la función y el espacio del archivo. Además de ser privilegiado centro de la preservación de la historia intelectual, la pertinencia jurídica, política e incluso social (espectacular) del archivo se volvió patente.
Por Phillippe Artieres
En 1989, la historiadora del siglo XVIII Arlette Farge publicó en la editorial du Seuil, de París, dentro de la colección dirigida por Maurice Ollender, La librería del siglo XX, un ensayo titulado Le goût de l’archive; con ese libro, la historiadora quería mostrar su experiencia cotidiana en los archivos judiciales. Se trataba de exponer y analizar la riqueza y la fragilidad de estos fajos de papel, de revelar asimismo su opacidad y el minucioso trabajo que exigían. El libro fue un éxito: por primera vez, una historiadora escribía, no a partir de, sino sobre el archivo, ofreciendo a los lectores la posibilidad de descubrir un mundo ignorado por la mayoría. El gesto de Arlette Farge fue saludable: en ese momento, el universo de los archivos era un mundo cerrado que no estaba, leyendo a la historiadora, demasiado alejado del convento —lugar de silencio, de contemplación y de copia; solamente a los archivistas correspondía su manipulación; a los historiadores, el derecho de consulta. Arlette Farge revelaba el archivo insistiendo particularmente en los mil y un rostros que éste encerraba, en ese pueblo silencioso que lo habitaba. A casi veinte años de la publicación del libro de Farge, la situación es muy diferente; no sólo la expresión “el gusto por el archivo” ingresó en el lenguaje común de la investigación sino que aparentemente toda la sociedad francesa es presa de un “deseo de archivos”, tal como lo reveló una encuesta realizada por el diario Le Monde en diciembre de 2001. Es como si hubiéramos entradp en una sociedad con los archivos, una relación cuyos actores no serían solamente archivistas e historiadores; el archivo habría entrado en el espacio público.
Archivos y sociedad
Tres hechos prueban, creo, esa evolución en Francia. En Burdeos, durante el juicio a Maurice Papon —agente de la administración francesa acusado de ser culpable de la deportación de niños judíos durante la segunda guerra mundial, pero también de haber ordenado la masacre de argelinos en el momento de la guerra de Argelia— una archivista de los archivos de París fue, archivos en mano, a prestar declaración ante la justicia para apoyar al historiador Jean-Luc Linodi en cuanto a la verdad de las masacres cometidas por la policía francesa contra manifestantes argelinos en París en octubre de 1961. Aunque esta actitud fue en su momento duramente sancionada y la archivista en cuestión fue desplazada por su jerarquía a un cargo de responsabilidad inferior, lo cierto es que fue suceso en la historia de las relaciones de los archivos y la sociedad, inaugurando probablemente una apertura del mundo de los archivos al espacio social. En París, en la exposición que le dedicó al pensador Roland Barthes el Centro Georges Pompidou, en diciembre de 2002, los dos comisarios decidieron presentar un conjunto importante de archivos del semiólogo. Además de la exposición de numerosos manuscritos preparatorios a la obra publicada, se presentó el famoso fichero de Roland Barthes en un dispositivo particularmente espectacular: en una pared de cuatro o cinco metros de alto y diez de largo se habían pegado detrás de los paneles de Plexiglas las fichas, que constituían así una inmensa estela en la que se reflejaba simbólicamente toda la exposición. Una vez más en Paris, en ocasión de la venta, por parte de su hija, de las colecciones de manuscritos, pinturas y objetos pertenecientes al guía del surrealismo André Breton, que fue organizada en Drouot, en abril de 2003, afloró una intensa emoción; intelectuales, artistas y universitarios protestaron en diversas tribunas de la prensa pero también con una manifestación frente a la casa de subastas, y con la creación de una asociación en contra de esa dispersión. Pero sin duda el hecho más notorio de esa venta fue el largo desfile de visitantes anónimos llegados para “contemplar” las colecciones antes de su venta.
Objeto de sacralización
Desde hace unos diez años, los archivos, pensados durante mucho tiempo como materiales fríos, polvorientos, austeros, a menudo poco atractivos, son ahora objeto de una sacralización inédita; no hay exposición que no los presente bajo vitrinas lujosas, no hay museo que no los muestre; a estos objetos de papel se dedican lugares, publicaciones y una imponente literatura. En el departamento de Bouches-du-Rhône en el sur de Francia, un archivo-bus recorre los campos para presentar algunas piezas significativas. Los archivos han pasado a ser el archivo: un nuevo objeto cuya vocación ya no se reduce a ser la colección de los documentos de la historia nacional, sino la encarnación de esa historia; en otras palabras, el cuerpo de la historia. Lo sintomático de este fenómeno es el crecimiento en materia editorial de publicaciones que no tienen otra aspiración que dar lugar al archivo: materiales brutos no mediados por la mirada deI historiador. El archivo no sólo da fe sino que sería, igual que un fragmento de alfarería galo-romana, un trozo, un jirón del pasado que Conserva toda su actualidad y revela toda su verdad. El efecto de esta creencia que sin duda participa del presentismo (como escribió François Hartog) es que ese cuerpo de papel ya no estaría constituido solamente por los archivos de los próceres y las instituciones sino de todos: se multiplican así los fondos de archivos privados que compilan todo lo que la institución archivística rechazaba: correspondencias y diarios personales... Este afán de archivos otorga también y ante todo un lugar creciente a los documentos de los que están más abajo en la escala social, de las víctimas y los vencidos; algunas municipalidades han nombrado consejeros para la memoria que se ocuparán de ese cuerpo de papel; es como si en ese cuerpo, todos los creyentes debieran poder fundirse conservando su identidad. Más aún, cuanto más portador de emociones es el archivo, más precioso sería. La carta de un miembro de la resistencia ejecutado, las palabras de los prófugos se convierten en objetos de un culto inédito, parecido al que se prodiga desde hace un siglo a los borradores de los escritores. Así como el manuscrito del creador es considerado un fragmento de su cuerpo, su huella —de ahí el desarrollo del mercado del autógrafo desde hace 150 años— el del hombre común sería un monumento vivo, haría inmediatamente memoria. Esta reencarnación del pasado en los papeles amarillentos de nuestros fondos de archivos va acompañada de una renovación de las prácticas de los aficionados a la genealogía y también de un afán de apropiación de la historia (Daniel Fabre y Alban Bensa lo analizaron en Une histoire á soi); el archivo goza aquí de un papel central en la visibilidad de las identidades (archivos de las minorías, de lo autóctono...). Constituye el cuerpo de una comunidad; un cuerpo que no queremos dejar de hacer crecer y que lo haga independientemente del cuerpo nacional. Antes que el cuerpo nacional, se prefiere ahora un cuerpo local, un cuerpo propio; de ahí el desarrollo de depósitos de archivos regionales y municipales, familiares y asociativos. Este interés por el pasado que genera este gusto por los archivos no deja de plantear un problema. Michel Foucault en la creación del diario Libération después de mayo 1968, en 1973, proponía que las columnas de ese nuevo diario recibieran la memoria de las luchas a través del relato que los obreros y otros que estaban más abajo en la escala social pudieran hacer. La idea no fue tenida en cuenta; ahora comprendemos por qué... Los archivos están pensados como monumentos, ya se trate de un mausoleo del poder, de un monumento a sus víctimas o de un objeto solamente estético o comercial. Ahora bien, no hay que entrar en esa trampa. El riesgo es grande; es necesario esforzarse por preservar los archivos y transformarlos en un arma de las luchas futuras. Hay una fuerza política de los archivos. Es importante, creo, tanto en Francia como en la Argentina, librar combates por los archivos —su conservación, su valorización— y para los archivos —su financiación y su tratamiento archivístico. No sólo está en juego nuestro pasado sino también nuestro porvenir.
Publicado en la Revista Ñ de Buenos Aires el 12 de enero de 2008. Traducción de Cristina Sardoy
Para otras lecturas, aquí
Por Phillippe Artieres
En 1989, la historiadora del siglo XVIII Arlette Farge publicó en la editorial du Seuil, de París, dentro de la colección dirigida por Maurice Ollender, La librería del siglo XX, un ensayo titulado Le goût de l’archive; con ese libro, la historiadora quería mostrar su experiencia cotidiana en los archivos judiciales. Se trataba de exponer y analizar la riqueza y la fragilidad de estos fajos de papel, de revelar asimismo su opacidad y el minucioso trabajo que exigían. El libro fue un éxito: por primera vez, una historiadora escribía, no a partir de, sino sobre el archivo, ofreciendo a los lectores la posibilidad de descubrir un mundo ignorado por la mayoría. El gesto de Arlette Farge fue saludable: en ese momento, el universo de los archivos era un mundo cerrado que no estaba, leyendo a la historiadora, demasiado alejado del convento —lugar de silencio, de contemplación y de copia; solamente a los archivistas correspondía su manipulación; a los historiadores, el derecho de consulta. Arlette Farge revelaba el archivo insistiendo particularmente en los mil y un rostros que éste encerraba, en ese pueblo silencioso que lo habitaba. A casi veinte años de la publicación del libro de Farge, la situación es muy diferente; no sólo la expresión “el gusto por el archivo” ingresó en el lenguaje común de la investigación sino que aparentemente toda la sociedad francesa es presa de un “deseo de archivos”, tal como lo reveló una encuesta realizada por el diario Le Monde en diciembre de 2001. Es como si hubiéramos entradp en una sociedad con los archivos, una relación cuyos actores no serían solamente archivistas e historiadores; el archivo habría entrado en el espacio público.
Archivos y sociedad
Tres hechos prueban, creo, esa evolución en Francia. En Burdeos, durante el juicio a Maurice Papon —agente de la administración francesa acusado de ser culpable de la deportación de niños judíos durante la segunda guerra mundial, pero también de haber ordenado la masacre de argelinos en el momento de la guerra de Argelia— una archivista de los archivos de París fue, archivos en mano, a prestar declaración ante la justicia para apoyar al historiador Jean-Luc Linodi en cuanto a la verdad de las masacres cometidas por la policía francesa contra manifestantes argelinos en París en octubre de 1961. Aunque esta actitud fue en su momento duramente sancionada y la archivista en cuestión fue desplazada por su jerarquía a un cargo de responsabilidad inferior, lo cierto es que fue suceso en la historia de las relaciones de los archivos y la sociedad, inaugurando probablemente una apertura del mundo de los archivos al espacio social. En París, en la exposición que le dedicó al pensador Roland Barthes el Centro Georges Pompidou, en diciembre de 2002, los dos comisarios decidieron presentar un conjunto importante de archivos del semiólogo. Además de la exposición de numerosos manuscritos preparatorios a la obra publicada, se presentó el famoso fichero de Roland Barthes en un dispositivo particularmente espectacular: en una pared de cuatro o cinco metros de alto y diez de largo se habían pegado detrás de los paneles de Plexiglas las fichas, que constituían así una inmensa estela en la que se reflejaba simbólicamente toda la exposición. Una vez más en Paris, en ocasión de la venta, por parte de su hija, de las colecciones de manuscritos, pinturas y objetos pertenecientes al guía del surrealismo André Breton, que fue organizada en Drouot, en abril de 2003, afloró una intensa emoción; intelectuales, artistas y universitarios protestaron en diversas tribunas de la prensa pero también con una manifestación frente a la casa de subastas, y con la creación de una asociación en contra de esa dispersión. Pero sin duda el hecho más notorio de esa venta fue el largo desfile de visitantes anónimos llegados para “contemplar” las colecciones antes de su venta.
Objeto de sacralización
Desde hace unos diez años, los archivos, pensados durante mucho tiempo como materiales fríos, polvorientos, austeros, a menudo poco atractivos, son ahora objeto de una sacralización inédita; no hay exposición que no los presente bajo vitrinas lujosas, no hay museo que no los muestre; a estos objetos de papel se dedican lugares, publicaciones y una imponente literatura. En el departamento de Bouches-du-Rhône en el sur de Francia, un archivo-bus recorre los campos para presentar algunas piezas significativas. Los archivos han pasado a ser el archivo: un nuevo objeto cuya vocación ya no se reduce a ser la colección de los documentos de la historia nacional, sino la encarnación de esa historia; en otras palabras, el cuerpo de la historia. Lo sintomático de este fenómeno es el crecimiento en materia editorial de publicaciones que no tienen otra aspiración que dar lugar al archivo: materiales brutos no mediados por la mirada deI historiador. El archivo no sólo da fe sino que sería, igual que un fragmento de alfarería galo-romana, un trozo, un jirón del pasado que Conserva toda su actualidad y revela toda su verdad. El efecto de esta creencia que sin duda participa del presentismo (como escribió François Hartog) es que ese cuerpo de papel ya no estaría constituido solamente por los archivos de los próceres y las instituciones sino de todos: se multiplican así los fondos de archivos privados que compilan todo lo que la institución archivística rechazaba: correspondencias y diarios personales... Este afán de archivos otorga también y ante todo un lugar creciente a los documentos de los que están más abajo en la escala social, de las víctimas y los vencidos; algunas municipalidades han nombrado consejeros para la memoria que se ocuparán de ese cuerpo de papel; es como si en ese cuerpo, todos los creyentes debieran poder fundirse conservando su identidad. Más aún, cuanto más portador de emociones es el archivo, más precioso sería. La carta de un miembro de la resistencia ejecutado, las palabras de los prófugos se convierten en objetos de un culto inédito, parecido al que se prodiga desde hace un siglo a los borradores de los escritores. Así como el manuscrito del creador es considerado un fragmento de su cuerpo, su huella —de ahí el desarrollo del mercado del autógrafo desde hace 150 años— el del hombre común sería un monumento vivo, haría inmediatamente memoria. Esta reencarnación del pasado en los papeles amarillentos de nuestros fondos de archivos va acompañada de una renovación de las prácticas de los aficionados a la genealogía y también de un afán de apropiación de la historia (Daniel Fabre y Alban Bensa lo analizaron en Une histoire á soi); el archivo goza aquí de un papel central en la visibilidad de las identidades (archivos de las minorías, de lo autóctono...). Constituye el cuerpo de una comunidad; un cuerpo que no queremos dejar de hacer crecer y que lo haga independientemente del cuerpo nacional. Antes que el cuerpo nacional, se prefiere ahora un cuerpo local, un cuerpo propio; de ahí el desarrollo de depósitos de archivos regionales y municipales, familiares y asociativos. Este interés por el pasado que genera este gusto por los archivos no deja de plantear un problema. Michel Foucault en la creación del diario Libération después de mayo 1968, en 1973, proponía que las columnas de ese nuevo diario recibieran la memoria de las luchas a través del relato que los obreros y otros que estaban más abajo en la escala social pudieran hacer. La idea no fue tenida en cuenta; ahora comprendemos por qué... Los archivos están pensados como monumentos, ya se trate de un mausoleo del poder, de un monumento a sus víctimas o de un objeto solamente estético o comercial. Ahora bien, no hay que entrar en esa trampa. El riesgo es grande; es necesario esforzarse por preservar los archivos y transformarlos en un arma de las luchas futuras. Hay una fuerza política de los archivos. Es importante, creo, tanto en Francia como en la Argentina, librar combates por los archivos —su conservación, su valorización— y para los archivos —su financiación y su tratamiento archivístico. No sólo está en juego nuestro pasado sino también nuestro porvenir.
Publicado en la Revista Ñ de Buenos Aires el 12 de enero de 2008. Traducción de Cristina Sardoy
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2 comentarios:
Interesante el artículo. Debemos tener en cuenta que cierto esplendor de los archivos son contemporáneos con el albor de la era digital.
Facundo
Acuerdo con Facundo. El problema es, me parece, quién establece la relevancia del objeto que entra el archivo. Si no es así, se puede considerar que el mundo entero debería ser "pieza de archivo". ¿Y dónde se lo pone?
Saludos desde la costa uruguaya
Florencia
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