Viviana Beguán (coord.)
Buenos Aires, Nuestra América, 2006
Por M. N.
En el libro Tiempo pasado, Beatriz Sarlo arremete contra el testimonio como fuente privilegiada para construir la historia. Y si, para Sarlo, se debe señalar una historia empoltronada en el testimonio, ésa es la historia de la militancia de los años 70 en la Argentina. Nosotras, presas políticas es justamente eso: un libro hecho de testimonios que narra en primera persona (sólo enunciados referidos directos) la experiencia de 112 prisioneras políticas en el penal de Villa Devoto entre los años 1974 y 1983.
El libro estructura a partir de un orden cronológico, por un lado, y por según los géneros, por otro. Relativo al orden cronológico, cada capítulo está encabezado por el año al que se referirán los testimonios de ese apartado; a la postre, se agregan poemas, dibujos y cartas fechadas en ese año. Relativo al ordenamiento por géneros discursivos, el cuerpo principal del libro focaliza en el testimonio, mientras que en un cd adjunto se despliegan quinientas cartas tipeadas.
Resulta interesante contrapuntear el testimonio, relato personal que se hace después de tantos años (“La memoria es una construcción, ya se sabe. Además, selecciona cuidadosamente los recuerdos” dice una de las testigos antes de arrancar su relato), con el de las cartas. Esto, porque permite tensar estos dos géneros del yo que exhiben, en varia medida, caracteres antagónicos: la carta es contemporánea al suceso mientras que el testimonio es evocatorio; el testimonio magnifica su discurso a la búsqueda de un auditorio universal mientras que la carta es íntima. Sobre este último punto, la carta de cárcel tiene la particularidad de prever un doble enunciatario: el familiar y el censor. De hecho, uno de los testimonios recrea un pequeño fragmento de una de las cartas de Yeya, presa política: “Espero que al censor o a la censora no les parezca mal esta expresión, pero ellos saben mejor que nadie lo que ocurre en el penal y sé que en el fondo comprenden y no están de acuerdo con sanciones tan largas. Los saludo a los censores y espero que no paren demasiado nuestra correspondencia.”
Se supone que debería comenzar con un cierto orden de prioridades dado por las preguntas relativas a los chicos, Naná y vos. Pero no, empiezo por jugar con vos, que es una manera —como cualquier otra— de continuar nuestras charlas de siempre. Por ej: retorno el planteo que le hacía a Martha en una carta, ¿te acordás? Le decía que el momento en que yo escribo es presente para mí pero no existe para ella; cuando mi carta le plantea el diálogo, es su presente que yo desconozco pero que entreví como futuro mientras escribía. Finalmente, ella, mi lectora, lee mi presente como un pasado. Todo esto me trae la imagen de una lanzadera que tendiera infinitos hilos invisibles en cuya toalla cabe la realidad de un rato compartido, más allá de cualquier coordenada témporo-espacíal. Si me atengo a la vena pesimista, todo se constituye en un soberano desencuentro. Si me aferro a la magia de lo que nuestras manos y nuestras vidas hacen, creo en la posibilidad de este encuentro irrebatible. Entonces, tarde nublada y húmeda de esta primavera porteña, invento un rincón cualquiera para los dos, y me acomodo como tantas veces a tu lado, con mate y puchos. No quiero tocarte: tu piel podría suscitarme, o mejor actualizarme, la necesidad de otras “secretas ceremonias de interiores” que ninguna carta, ningún sueño, podría satisfacer.
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