jueves, 19 de febrero de 2009

El buzón de amor

Desde hace algún tiempo tengo la Costumbre de pasarme todas las tardes un par de horas apoyado en el buzón de cierta esquina que yo me sé. Es posible que el curioso lector se pregunte por qué elijo el buzón y no el árbol, el poste del teléfono, la columna del alumbrado a la vidriera del almacén; voy a responder francamente. Se trata de un barrio muy favorecido por la naturaleza en el renglón de niñas casaderas, y cuando llegué a montar la guardia esquinera ya estaban ocupados árbol, poste, columna y vidriera por otros tantos galanes. Comprendí en seguida que mi sitio era el buzón y lo ocupé con cierta familiaridad, pues tengo un hermano filatelista.
La verdad es que mi deseo es estrechar cada día más mis relaciones con la que ha de ser mi eterna compañera como ella dice, pero debido a la influencia del cinematógrafo me veo obligado a intimar con el buzón. No, no me estoy haciendo un lío. Lo que pasa es que mi novia tiene cierta inseguridad respecto al de qué actriz de cine corresponde su tipo y cada tarde ensaya un peinado diferente a ver si acierta con el suyo, y, como ella dice muy razonablemente no se puede saltar de Verónica Lake a Ginger Rogers sin tomarse el tiempo necesario, y este tiempo son las horas que me tiene de plantón junto al recipiente postal.

-¿Por qué no te dejas de todos esos complejos de rulos y contrarrulos? -le dije al principio de nuestras relaciones.

-Un hogar -me respondió ella- no puede fundarse sobre improvisaciones sino sobre bases sólidas.

Tan prudentes palabras ahogaron todos mis reproches y decidí no reparar en pelillos más o menos lentamente rulados pues, como decía mi abuela, una mujer de su casa vale un Perú. Y ahora los tres nos llevamos muy bien: el buzón, mi novia y yo. (Para leer el texto completo, aquí)
Publicado en El muerto profesional , Buenos Aires, Centro editor de América Latina, 1981

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