Por Beatriz Sarlo
Sólo uno, entre todos mis amigos, conserva la costumbre de enviar tarjetas postales cuando viaja. El gesto es simpático y antiguo.
Las postales tuvieron su apogeo en los años veinte del siglo pasado; luego comenzaron a declinar lentamente, pero esa declinación fue compensada por el aumento de viajeros en la era del turismo de masas que floreció, en Occidente, a partir de la década de 1950. Los turistas siguen comprándolas hoy como souvenir inevitable, luego olvidado en un sobre con el nombre de la ciudad que representan. Pero nada más mortífero para las postales sobre cartón que el correo electrónico y, sobre todo, la captura de imágenes digitales y su envío como archivos adjuntos o su ascenso ala eterna universalidad de las redes sociales.
Mi amigo, que no es un anciano ni ignora la historia de una forma de comunicación visual que apareció en el último tercio del siglo XIX, insiste en enviar postales de verdad y por correo, sin sobre, franqueadas con la estampilla del país de origen o, en el peor de los casos, con el valor del franqueo impreso. Apoyada contra la computadora en la que escribo, tengo la última recibida: una avenida de palmeras altas y delgadas que conduce a una de las entradas al Jardín Botánico de Río de Janeiro. La postal ha ocupado ese lugar durante unos meses porque me gusta su imagen tranquila, simétrica y sin alardes.
Hoy es tan intempestiva la negada de una postal por correo que se la valoriza inmediatamente, distinguiéndola por su rareza de las decenas de imágenes que llegan a la casilla electrónica. Una postal de cartón no es mejor, es simplemente distinta. A su modo, habla del tiempo: alguien la ha comprado por lo menos diez días atrás, la ha escrito seguramente sentado a la mesa de un bar, ha caminado hasta el coreo con una pila de postales similares dirigidas a amigos que, días después, observan que algo insólito se desliza por debajo de la puerta, no el resumen del banco ni una cuenta ni un folleto de propaganda, sino el rectángulo escrito días antes, que atravesó un tiempo y un espacio reales. Sensaciones raras, casi olvidadas.
Sólo uno, entre todos mis amigos, conserva la costumbre de enviar tarjetas postales cuando viaja. El gesto es simpático y antiguo.
Las postales tuvieron su apogeo en los años veinte del siglo pasado; luego comenzaron a declinar lentamente, pero esa declinación fue compensada por el aumento de viajeros en la era del turismo de masas que floreció, en Occidente, a partir de la década de 1950. Los turistas siguen comprándolas hoy como souvenir inevitable, luego olvidado en un sobre con el nombre de la ciudad que representan. Pero nada más mortífero para las postales sobre cartón que el correo electrónico y, sobre todo, la captura de imágenes digitales y su envío como archivos adjuntos o su ascenso ala eterna universalidad de las redes sociales.
Mi amigo, que no es un anciano ni ignora la historia de una forma de comunicación visual que apareció en el último tercio del siglo XIX, insiste en enviar postales de verdad y por correo, sin sobre, franqueadas con la estampilla del país de origen o, en el peor de los casos, con el valor del franqueo impreso. Apoyada contra la computadora en la que escribo, tengo la última recibida: una avenida de palmeras altas y delgadas que conduce a una de las entradas al Jardín Botánico de Río de Janeiro. La postal ha ocupado ese lugar durante unos meses porque me gusta su imagen tranquila, simétrica y sin alardes.
Hoy es tan intempestiva la negada de una postal por correo que se la valoriza inmediatamente, distinguiéndola por su rareza de las decenas de imágenes que llegan a la casilla electrónica. Una postal de cartón no es mejor, es simplemente distinta. A su modo, habla del tiempo: alguien la ha comprado por lo menos diez días atrás, la ha escrito seguramente sentado a la mesa de un bar, ha caminado hasta el coreo con una pila de postales similares dirigidas a amigos que, días después, observan que algo insólito se desliza por debajo de la puerta, no el resumen del banco ni una cuenta ni un folleto de propaganda, sino el rectángulo escrito días antes, que atravesó un tiempo y un espacio reales. Sensaciones raras, casi olvidadas.
Para leer el texto completo, aquí
Publicado en la revista Viva del diario Clarín de Buenos Aires el 25 de enero de 2009.
No hay comentarios:
Publicar un comentario