

Un lector singularmente persistente en su correspondencia era Mariano Blatt, que me escribió desde los 12 a los 14, y que ya de grande ha preparado antologías y ha seguido escribiendo.
Recuerdo sus cartas porque eran, a pesar de su edad, "de escritor a escritor". Salvando excepciones como ésta, las preguntas más frecuentes, por carta o en persona, son: ¿Cuánto se tarda en escribir un libro? ¿Le dedicó un libro a su familia? ¿Cuánto de la vida real hay en los libros? ¿De qué cuadro es? Encuentro entre estas cartas una de Nerina Heitt (12 años, Santa Rosa, La Pampa) del 94. Me escribe: "La maestra está muy contenta con su presencia. Parece una muchachita con zapatos nuevos, nunca la vi así." Eso de "una muchachita con zapatos nuevos" es la exacta mezcla de cotidianeidad y sorpresa que uno quisiera siempre para la propia escritura.
Publicado hoy en el diario Clarín de Buenos Aires.
Los mails no son exclusivos. Mi dirección es parte de una larga lista de destinatarios y los 189 mensajes no solicitados que recibí hasta el momento son parte de una serie mucho más amplia que a su vez constituye solo una sección de una obra colosal e infinitamente ramificada que tiene como centro exclusivo a Gombrowicz y de la que es responsable Juan Carlos Gómez, un discípulo a quien el maestro llamaba “Goma” y que desde hace muchos años se dedica a cultivar la memoria del escritor y a desarrollar su pensamiento mediante escritos variados que van desde la reflexión estética y filosófica a la difusión de sus anécdotas (una mezcla que hace honor al estilo del homenajeado). Gómez ha publicado un libro con las cartas que Gombrowicz le dirigió entre 1957 y 1969 y otro que se llama Gombrowicz, este hombre me causa problemas, además de esta colosal serie de notas que se pueden leer en internet y que distribuye a diario.
Estos artículos están agrupados bajo el nombre genérico de Gombrowiczidas, pero —si no entendí mal— gombrowiczidas son también para Gómez los admiradores de Gombrowicz aunque la palabra haga pensar más bien en sus asesinos. Sin intentar una interpretación psicológica, parece indudable que una obsesión como la de Gómez le debe causar efectivamente problemas. Entre ellos, no es menor el de las conflictivas relaciones con el mundillo de la cultura local, que no es menos hostil en 2009 que en 1945. Por eso, una parte de los textos gombrowiczidas se ocupa de la trastienda literaria y de los choques que Gómez mantiene con sus figuras principales o secundarias. Así es como se encuentran fragmentos como “sería hora de que el Buey Corneta, un representante de la ambigüedad y del mundo florido, dejara de llenarse la boca con Gombrowicz al que sólo utiliza de adorno y para darse tono” o “El Vate Marxista y el Filósofo Payador contribuyeron en forma originaria a crear alrededor de Gombrowicz un mito nativo contra el cual se rebelaron algunos escritores argentinos como el Casanova”. Es cierto que la identificación de los personajes resulta un poco críptica, pero cada tanto Gómez envía una lista con el quién es quién compuesta por entradas como “Orate Balaguer: Enrique Vila-Matas; escritor” o “Farsante Ambulatorio: Juan Pablo Correa; periodista”.
¿Está loco Gómez? Sí, probablemente, pero eso no quiere decir mucho. Especialmente porque el intento por mirar el mundo a partir de una vida y una mente tan singulares como las de Gombrowicz, que se deslizaba sin dificultad entre la miseria y la gloria, lo concreto y lo abstracto, lo alto y lo bajo, lo nacional y lo cosmopolita, la comedia y la tragedia, resulta una empresa intelectual tan legítima y fascinante como las mejores. Tal vez Gómez resume el sentido de su propia obra cuando habla sobre Gombrowicz o la seducción, la película de Alberto Fischerman en la que cuatro discípulos evocan al maestro. En ese artículo sostiene que en lugar de otra adaptación banal de Gombrowicz al cine, Fischerman advirtió que estaba frente a su “obra maestra secreta”: las huellas que había dejado en esos jóvenes y en particular en el Goma, dedicado a vivir en un universo gombrowicziano y a hacer perdurar la aspiración de rebeldía y de grandeza que le fue transmitida y que desde entonces lo posee. Por eso vale la pena esperar esos mails cada mañana.
Foto: Flavia de la Fuente
Nota: Los textos gombrowiczidas están fragmentariamente en la web. No pude encontrar un sitio que los contenga a todos. Se agradecerá una referencia en ese sentido. Q.
Por Quintín
Publicado en La lectora provisoria el 29 de junio de 2009A principios de 1879 Henry James ingresa en su cuaderno de notas el argumento de un nuevo relato: "Una historia contada en cartas, escritas alternativamente por una madre y su hija, y que den versiones totalmente diferentes de la misma situación". James se extiende un poco más en esta nota, hasta elaborar toda la trama de una novela que nunca llegó a escribir. Poco después, en marzo del mismo año, vuelve en otro apunte sobre el procedimiento epistolar: "Descripción de una situación o incidente en una alternancia de cartas, escritas desde un punto de vista aristocrático y uno democrático, ambos iluminadores y sinceros".
El punto de vista , publicado por primera vez en 1882 en la Century Magazine , toma finalmente algo de ambas ideas. La joven Aurora Church escribe la primera de las cartas todavía a bordo del transatlántico que la lleva a ella con su madre de Francia -donde Aurora se educó desde niña- a Estados Unidos, su patria, que verá por primera vez, todavía para ella una terra incognita . Cuenta aquí la secreta razón del viaje: su madre consintió en volver "únicamente porque vio que, al carecer de dote, yo nunca me casaría en Europa". En la segunda carta, escrita por la madre, aparece en contrapunto uno de los conflictos predilectos de James, que alguna vez él resumió de esta manera: "el creciente divorcio entre la mujer americana (con su comparativo tiempo libre, cultura, gracia, instintos sociales, ambiciones artísticas) y el hombre americano, inmerso en la ferocidad de los negocios, sin tiempo para nada que no sean los intereses más sórdidos, puramente comerciales, profesionales, democráticos y políticos".
La madre escribe sobre las perspectivas de su hija en el nuevo mundo y comenta las quejas de Aurora: "Me dice que le he dado una falsa educación [...] ningún norteamericano se casará con ella, porque es demasiado extranjera, y ningún extranjero se casará con ella porque es demasiado norteamericana". Todo parece apuntar así a una típica novela de James, en que dos hombres que Aurora ha conocido durante el viaje, de puntos de vista, ideas políticas y temperamentos también opuestos tratarán de cortejarla cada uno a su modo apenas pongan pie en tierra. Sin embargo, a partir de cierto punto, esta línea inicial se disgrega y cede paso a un coro de personajes más amplio que conformarán, a través de las impresiones de sus respectivas cartas, un cuadro de situación vivaz, inmediato, y muchas veces admirablemente profético, de las costumbres, la cultura, la educación y la política americana en el despuntar de la democracia. Así, entre la novela epistolar y los apuntes de viaje, Henry James pasa revista a los cambios en su país natal después de su propia ausencia por largos años en Europa. Y las sucesivas cartas parecen las voces contrapuestas dentro de sí que argumentan a favor y en contra de cada novedad, en el forcejeo interior que sufrió en ese período el propio James entre establecerse otra vez en América o volver a Europa. Hay notas admirables sobre los viajes en tren, sobre los hoteles, sobre las formas de cortejo entre los jóvenes, sobre los cambios del idioma inglés en suelo americano. Aparece aquí una vez más, antes que el entomólogo de los sentimientos, el Henry James amante de Balzac, que también es capaz de registrar las modificaciones sutiles en las costumbres de la gran escena social, y que parece debatirse todavía sobre cuáles serán sus futuros temas: "una vez que uno siente, estando aquí, que los grandes problemas del futuro son sociales, que una poderosa marea está arrastrando el mundo a la democracia y que este país es el mayor escenario en que ese drama pueda ser representado, los temas de moda en Europa parecen mezquinos y parroquiales". Como una nota humorística inesperada, hay al pasar una alusión disimulada a sí mismo, cuando menciona, como uno de los pocos escritores para rescatar en América, a "un novelista con pretensiones literarias, que escribe sobre la cacería del marido y las aventuras de los americanos ricos en nuestra vieja y corrompida Europa".
Los lectores más fieles de Henry James descubrirán también entre estos apuntes el "germen", como solía llamarlo él, de lo que serán luego otros relatos: "Por descontado que insistirás en las catedrales y los Tizianos [...]. Poco a poco, tendremos todos los Tizianos y nos traeremos varias catedrales". Está aquí en latencia el personaje del millonario que viaja a Europa a desvalijar museos, como en La protesta. En la crítica a la prensa americana se anticipa el relato "Los diarios"; y cuando se refiere a los simposios y las formas de organización social de las mujeres, ya se vislumbran los primeros esbozos de Las bostonianas . Con una traducción impecable de Ernesto Schoo, El punto de vista , publicada por primera vez en castellano, permite apreciar una rara avis en la producción de Henry James, casi un experimento no deliberado: como si una de sus novelas habituales, bajo un aluvión de nuevas impresiones, demasiado cerca del imán imperioso del país recién recobrado, hubiera cedido hasta transformarse en un género diferente y los personajes, apretados en un puño durante el viaje transatlántico, se alejaran cada vez más unos de otros en la diáspora de cartas, sin posibilidad de volver a reunirse, en un territorio demasiado extendido donde todo sucede a otra escala. Pero también, y a la vez, El punto de vista puede verse como una ampliación de su cuaderno de notas: el laboratorio febril y cruzado de contradicciones de su reencuentro con la "áspera belleza americana" en que se empieza a gestar la próxima fase de su obra de novelista.
Por Guillermo Martínez
Publicado en el suplemente "ADN Cultura" del diario La Nación de Buenos Aires el sábado 4 de julio de 2009.
El libro se estructura por la cronología histórica de
La guerra civil española, en épocas en que un revisionismo tiende a conformar monolíticamente el nuevo sentido común, aparece este libro con cartas de una manera simple y desnuda. No en vano dice que aquello que lo movió a la escritura fue la lectura de Soldados de Salamina, de Javier Cercas.
5 de julio de 1938 (Frente de Castellón)
Mis queridos padres:
Deseando se encuentren bien, yo bien gracias a Dios. En esta batería estoy muy bien, pues hay un chico paisano.
La carta que recibirían desde Salamanca diciendo que fueran a recoger un paquete a correos no vayan, pues el sábado eché la carta y el domingo fui a llevar el paquete con los pantalones y la camisa, y no me lo admitieron porque tiene que ser mandado para paisanos y no me dio tiempo de facturarlo, así que lo mandaré cuando tenga ocasión, pues estoy en el campo. Aquí estamos admirablemente entre naranjos. En las chabolas da gusto estar con la fresquita.
Me mandarán por correos un paquete con un poco de papel de escribir y un candado para el maletín o la llave.
El viaje lo hice admirablemente, estuve dos días en Salamanca, uno en Logroño, otro en Zaragoza y otro en Castellón, donde encontré
Estoy de telefonista con otros dos de Extremadura, a Bernáldez lo mandaron a la 8va. Batería.
¿Y Joaquín? Lo que lo hecho de menos con su risita siempre en los labios.
Sin más, con recuerdos para todos (pues si pusiera uno a uno cogería otra carta), acordándome de la enfermera, las bordadoras, la chatilla y Don Hilarión. Y papá, ¿cómo está? Se despide su hijo.
Francisco Gragera
P.D. Me decís cómo sigue el niño de Rosario y si está
Al Pijín le mando muchos besos y a Jerónima y Ernesto, y a todos los que pregunten por mí.
A lo largo de dos años mantuvieron un intercambio visual, utilizando para ello las nuevas tecnologías e internet. La inmediatez del diálogo visual y su multiplicidad de significados, abre un campo de experimentación en el lenguaje no verbal que se manifiesta en las correspondencias. Ambos extendieron esta experiencia a otros interlocutores, tras exponer sus primeros resultados en Buenos Aires, Madrid y Barcelona. Brodsky invitó a cuatro artistas a sostener diálogos con imágenes, y sus primeros cinco diálogos constituyen esta primera exposición de los resultados.
Un diálogo es con el fotógrafo británico Martin Parr, un miembro de la legendaria agencia “Magnum” conocido por su visión irónica de la Inglaterra del tatcherismo, extendida posteriormente al resto del mundo. Parr es uno de los fotógrafos que más ha influido en las nuevas generaciones de artistas y creadores visuales. Un diálogo de dos autores distintos, que van encontrando en el intercambio un punto de confluencia y afinidad. La tercera correspondencia es con el fotógrafo mexicano Pablo Ortiz Monasterio, un referente de la fotografía mexicana creador de la influyente revista “Luna Córnea”. Es un intercambio con resonancias bíblicas y familiares, que ha sido publicado como libro por RM en México.
Con Cassio Vasconcellos, de Brasil, el diálogo es el más extenso y alcanza las sesenta imágenes, muchas de ellas dípticos y trípticos. El formato elegido para exhibir este diálogo en el Centro Cultural Recoleta es el de la proyección. Cassio es un fotógrafo que ha expuesto regularmente en la Argentina, y forma parte de la generación de autores brasileños cuya obra está plenamente integrada en el circuito del arte contemporáneo. Por último, el diálogo con el artista alemán Horst Hoheisel se distingue del resto, ya que Hoheisel se expresa con dibujos y no con fotografía. Es un intercambio que abre el juego a otros medios y géneros, al plantearse entre soportes distintos que se interpelan.
Pero la relación entre el padre del evolucionismo y el padre del comunismo terminó de fraguar en 1937, cuando Isaiah Berlin tiró una bomba con su brevísimo pero muy citado primer libro Karl Marx, su vida y su entorno. Según Berlin, Marx quiso dedicarle El Capital a Darwin y éste le contestó por carta que valoraba el gesto pero “preferiría que el volumen no estuviese dedicado a mi persona”. La carta de Darwin continuaba diciendo: “Aun así le agradezco el honor de enviarme su libro. Aunque nuestros estudios han sido tan diferentes, pienso que ambos deseamos la ampliación del conocimiento y así contribuir a largo plazo a la felicidad de la humanidad”. Según Berlin, en otra parte de la carta podía entreverse el motivo que llevaba a Darwin a rechazar la dedicatoria: “La argumentación directa contra el teísmo en general y contra el cristianismo en particular rara vez cumple el efecto que se propone sobre el público. La mejor manera de promover la libertad de pensamiento es mediante la iluminación gradual de las mentes a través de los avances de la ciencia”. Berlin veía allí una alusión directa de Darwin a la archiconocida frase de Marx: “La religión es el opio de los pueblos”.
Curiosamente, Darwin casi no sabía alemán, el ejemplar de El Capital hallado en su biblioteca sólo tenía cortadas las hojas hasta la página 105 (las restantes ochocientas, incluyendo el índice, no fueron siquiera hojeadas) y la famosa frase de Marx sobre la religión no está en El Capital sino en su Contribución a una crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel. Por si todo eso fuera poco, Marx sólo admiró por breve tiempo a Darwin: poco después de leer El origen de las especies, descubrió la obra de un tal Tremaux y le escribió entusiasmadísimo a Engels que ese tipo iba mucho más allá que Darwin (Engels, que sabía bastante más de ciencias naturales que Marx, lo convenció con esfuerzo de que el francés Tremaux era un chantapufi).
Pero, como Isaiah Berlin fue una de esas luminarias que parecían saberlo todo, el equívoco sobre la dedicatoria rechazada se mantuvo durante más de medio siglo: hasta los biógrafos de Marx y de Darwin lo repitieron como loros. Incluso hubo quien interpretó el hecho de manera delirante: un tal Schlomo Avineri escribió un ensayo en Encounter, la revista inglesa financiada por la CIA, sosteniendo que el plan de dedicarle El Capital a Darwin era una elaborada broma de parte de Marx; y el cavernario Paul Johnson escribió que lo que Marx le propuso a Darwin era un pacto con el diablo, que éste educadamente rechazó “como el caballero que era”.
Hasta el fin de su vida Berlin se asombró, con el histrionismo que lo caracterizaba, de que siguiera reeditándose y tomándose en serio su librito sobre Marx, pero murió sin enterarse de la magnitud de la gaffe que había cometido. Lo que se sabe hoy es que Berlin, además de haber leído menos de El Capital que el propio Darwin (como él mismo confiesa en sus diálogos con Michael Ignatieff: “A Marx le hacemos el honor de atacarlo pero no de leerlo”), citó en su libro dos cartas distintas de Darwin como si fueran una sola. Lo hizo involuntariamente, por supuesto (era joven, era su primer libro). Pero tuvo la mala suerte de que una de esas dos cartas de Darwin no estaba dirigida a Marx. La historia es así: en 1895, a la muerte de Engels, Eleanor Marx recibió las cartas y manuscritos de su padre y continuó la tarea de ordenarlos con ayuda de su amante, Edward Aveling. Este tipo Aveling había escrito en 1880 un librito de divulgación sobre el evolucionismo (The Student’s Darwin) para la Biblioteca Atea Libertaria de Annie Bessant. Aveling quiso dedicarle el libro a Darwin y le escribió; Darwin se opuso, educada y firmemente. Esa carta (sin sobre, escuetamente encabezada “Dear Sir” y sin ninguna mención explícita al libro en cuestión) fue traspapelada por Aveling y quedó anónimamente en el Archivo Marx, hasta que Berlin “la descubrió” en 1937.
Pero incluso desactivado el equívoco generado por la dedicatoria, quedaba todavía un eslabón perdido en la relación entre Marx y Darwin: ¿qué hacía en el entierro el biólogo evolucionista E. Ray Lankester, el único de los once asistentes que no era ni familiar de Marx ni comunista? La pregunta obsesionó tanto al gran Stephen Jay Gould que en su último libro (Acabo de llegar, entregado sólo semanas antes de morir en el 2002) ofrece la única biografía de Lankester llegada hasta nosotros. E. R. Lankester era, el año en que enterraron a Marx, el principal discípulo de Darwin y biólogo de mérito propio a pesar de su juventud. Llegaría a ser titular de la cátedra de Anatomía Comparada en Oxford, miembro de número de la Royal Society y director del British Museum, el puesto más poderoso y prestigioso de su tiempo. En 1880, año en que conoció a Marx, el joven Lankester venía de desenmascarar en público al falso médium espiritista Henry Slade. A continuación había viajado a París, dispuesto a hacer lo mismo con Charcot, creyendo que usaba los mismos trucos que Mesmer (en cambio, se hicieron amigos para siempre). Lankester era joven, era peleador, era un racionalista extremo, y Marx en sus últimos años prefería los jóvenes a sus viejos amigos (con quienes discutía amargamente por cualquier cosa). Ese es el Lankester que estuvo despidiendo a Marx aquella mañana helada de marzo de 1883.
A Lankester nunca se le conocieron simpatías de izquierda, ni entonces ni después. Al contrario; con el tiempo se volvió cada vez más retrógrado. Opositor al voto femenino, crítico despiadado de la democracia (“No se puede ni guiar ni ayudar al populacho en su impotencia ciega”), solterón empedernido, confidente en sus últimos tiempos de la gran bailarina Anna Pavlova, epítome del homosexual reprimido victoriano, Lankester terminó sus días escribiendo pomposas columnas semanales de divulgación científica en el Times de Londres. Y nunca, nunca en su vida le dijo a nadie que había frecuentado a Karl Marx en sus últimos años y que era uno de los once que estuvieron en su entierro. No se lo mencionó ni siquiera a uno de sus ex alumnos preferidos, el legendario pionero de la genética J. B. S. Haldane, que fue toda su vida un fervoroso comunista.
Cuando se cumplieron cincuenta años del entierro y el Instituto Marx-Engels de Moscú le escribió pidiéndole su testimonio (Lankester era el único de los once asistentes que quedaba con vida), respondió que no tenía ningún comentario personal que hacer sobre el asunto. Y se murió ahí nomás, en 1934. De manera que la única persona en el mundo que conocía a Marx y a Darwin se llevó a la tumba sus impresiones sobre ambos. Y esto es lo que el pobre Stephen Jay Gould, que según propia confesión se pasó media vida obsesionado por ese enigma, logró descubrir antes de irse él también al otro mundo. Por allá andará, seguramente, persiguiendo sin cuartel a Lankester para que le hable aunque sea un poco de Darwin y de Marx.
Por Juan Forn
Publicado en el diario Página/12 de Buenos Aires el miércoles 6 de mayo de 2009.